“No hay, en mi dictamen, hombre que aprecie más la virtud y la siga con más gusto, que el que por no hacer traición a su conciencia, pierde la reputación de hombre de bien” – Séneca
Hoy toca reflexionar sobre una cuestión que a veces es peliaguda, ¿qué prima conciencia o reputación? Está claro que pertenecemos a un tiempo y a un espacio, y ese tiempo y ese espacio nos condiciona culturalmente de forma absoluta. Lo que hoy es normal, ayer fue un escándalo (por ejemplo una mujer sola en un bar), y lo que allí es cotidiano, aquí nos horroriza (por ejemplo establecimiento legal del número de hijos que se pueden tener). Evidentemente los prejuicios, y lo que es o no aceptable o incluso loable desde el punto de vista social, incluso legal, no es absoluto, casi no es ni real, porque está lleno de condicionantes espacio-temporales de todo tipo. Y entonces, si esto es tan volátil, ¿por qué nos preocupa tanto nuestra reputación?
Realmente el dilema es grande, sobre todo cuando pensamos que con quién debemos de convivir es con los demás y no con nosotros mismos. Si nuestra actitud es “quedar bien”, ser “socialmente aceptados o aceptadas”, “formar parte de un determinado grupo”, es decir, vivir “por los demás”, está claro que lo que tendremos que hacer es cumplir escrupulosamente con todas las normas que se nos impongan, independientemente de que las aceptemos, las compartamos o creamos en ellas. Pero nuestra reputación estará a salvo. Y seremos socialmente elementos integrados. Nuestro círculo de comodidad estará asegurado y ya sólo nos quedará ser esos autómatas que en muchos casos la sociedad prefiere. Pero ¿qué pasa si no estás de acuerdo? ¿qué pasa si tu conciencia está en contra de tu reputación? ¿Si tu visión del mundo es diferente? ¿qué pasa cuando tus principios son otros, cuando el orden de tu mundo es diferente, cuándo lo importante no es lo socialmente aceptado? Entonces, ¿qué hacemos?
La verdad es que no es nada fácil responder a esta pregunta, y mucho menos llevarlo a la práctica. No queremos mostrarnos como si fuéramos la versión real de la originalidad, como si estuviéramos por encima del bien y del mal, y como si nuestra conciencia siempre hubiera ganado en esa batalla. No lo hacemos porque es casi imposible, porque lamentablemente, incluso los más y las más osadas, tienen que doblegarse mínimamente porque somos seres sociales que tenemos que vivir dentro de una comunidad y necesitamos aunque sea un exiguo grado de aceptación social.
Pero sin irse a los extremos, hoy y aquí venimos a defender a la conciencia por encima de la reputación. No debemos de olvidar que la reputación puede ser efímera, que hoy podemos estar arriba, estar en lo más alto de la pirámide social, y mañana podemos ser carne de rapiña, que es despedazada por las hienas que se alimentan de los despojos que dejan los auténticos cazadores. Sin embargo nuestra conciencia nos acompañará durante toda nuestra vida. Es algo que no podemos dejar en la mesita de noche cuando nos vamos a dormir, ni en casa cuando nos vamos a trabajar. Nuestra conciencia es ese pepito grillo que siempre está, que siempre nos acompaña y además cuya voz no podemos apagar, ni tan siquiera silenciar un poco.
Por ello, si hay que elegir, en nuestro caso la elección es obvia, puestos en la disyuntiva de “mi conciencia o mi reputación“ la opción es clara. Votamos por nuestra conciencia.
Una reputación cambia, se hace, se mancha o se limpia, pero una conciencia descontenta, nunca deja de estarlo, no la podemos engañar, no la podemos convencer, no, simplemente nos llevará a la infelicidad y a la angustia de saber que estamos siendo infieles a la única persona que no podemos serlo, a nosotros mismos.
Así que esta semana os proponemos un ejercicio de introspección. Mirad hacia dentro y preguntar a vuestra conciencia si está contenta, si le parece bien el trato que le estáis dando, y actuad en consecuencia. Y un consejillo, si lo permitís, no le hagáis caso a vuestra reputación, a ese qué dirán que siempre querrá más de vosotros, ofreciendo muy poco a cambio, y desde luego, eso que promete nunca puede ser felicidad, tal vez cierta tranquilidad, pero en el fondo todos sabemos que ni real, ni duradera, así que ¿apostamos por la conciencia?
“Nunca es tarde para comenzar a hacer las cosas bien”– Anónimo
Hoy paramos en seco para mirar a nuestro alrededor y plantear una cuestión que de alguna manera ya ha ido saliendo a lo largo de estos meses, pero a la que hoy queremos dedicar especialmente un tiempo. Se trata de algo que puede parecer muy básico, pero que a veces no lo es tanto. Porque ¿Cuál es la motivación que hay tras nuestros actos?. Cuando hacemos cosas, e incluso algunas veces moviendo montañas, ¿por qué lo hacemos? ¿Por quién lo hacemos? ¿Qué es lo que realmente buscamos con nuestros actos? ¿La autocomplacencia? La tranquilidad del deber cumplido? ¿El reconocimiento de los demás? ¿Qué, qué, qué?
Está claro que no hay razones buenas y razones malas para hacer las cosas. Lo importante es hacerlas, independientemente de cuáles sean esas razones, aunque sí que podemos encontrar un matiz importante. La motivación que tengamos para actuar nos hará ser más o menos constantes, más o menos rotundos en nuestros actos, más o menos pertinaces en la consecución de aquello que buscamos, de aquello que queremos, incluso más o menos libres.
Hacer las cosas sólo pensando en los demás, en la notoriedad, la fama, la recompensa y el reconocimiento público, es algo muy de nuestro ego. Normalmente este tipo de comportamientos termina por no hacernos felices, por no sentirnos plenos, porque en algún momento nos perdemos de lo que realmente somos, nos olvidamos de qué es lo que realmente queríamos y sobre todo, sin darnos cuenta dejamos de ser fieles a nuestros sueños. Comentemos infidelidades con los sueños de los demás, con los actos que se suponen nos harán más importantes, recorremos caminos que no son los nuestros, nos dejamos llevar, por lo que los demás nos marcan y al final, el día que nos paramos, nos miramos a un espejo y no nos reconocemos. Entonces miramos hacia atrás intentando buscar el momento, intentando encontrar la primera decisión que hizo que dejáramos de buscar nuestro grial particular. En este caso sólo cabe decir una cosa, tal vez porque se ha vivido en carnes propias, y es que cualquier momento es bueno para retomar el camino que realmente queremos seguir. Por duras que sean las piedras, y gordas, y hasta con pinchos, nunca es lo realmente tarde para convertirnos en los protagonistas de nuestra existencia y para decidir que el camino que vamos a seguir es decisión nuestra.
Dejar a un lado la búsqueda del aplauso de los demás, de la complacencia ajena, de la palmadita en la espalda, y hacer las cosas siendo fieles a nosotros mismos, es lo que a la larga nos traerá el verdadero reconocimiento. Y este reconocimiento no es otro que el de nosotros mismos. ¿De qué nos sirve que el resto del mundo nos vea gigantes cuando nosotros realmente sabemos que somos simples hormigas a las que fácilmente se puede aplastar? Cuando por la noche nos vamos a la cama con nosotros mismos no podemos engañarnos, o si lo hacemos dura poco. Nosotros sabemos nuestra auténtica verdad y eso lo queramos o no, nos persigue y es imposible huir.
Dejemos las excusas, asumamos los retos, pidamos perdón por nuestros errores, pero no traslademos a terceros nuestras responsabilidades. Ser el protagonista de nuestra propia vida no es fácil. Ser el actor o la actriz principal supone mucho trabajo, supone arriesgarse y asumir que en ese arriesgarse nos podemos equivocar y que después tendremos que hacer frente a las consecuencias que se devengan de nuestras acciones o inacciones.
Si por el contrario tenemos un papel secundario en la película de nuestra vida, probablemente todo sea más fácil, más cómodo, menos duro. Sufriremos menos y seguro que nos equivocaremos menos también, porque seguiremos los designios de los demás. Haremos un camino más cómodo, conociendo las paradas y los cruces que hay que tomar, pero también siendo conscientes de que ese NO es nuestro camino, es el de otros.
Yo opto por luchar por mi camino. Es angosto. Está lleno de baches. Las piedras que encuentro son más altas que yo. Hay pinchos. Es un camino feo. Pero es el mío. Hay veces lo reconozco, que me canso, que quiero gritar y que por momentos me quedo detrás de una piedra, escondiéndome un rato para así poder tomar aliento. Es cierto que sueño con que algunos pinchos desaparezcan, con que las piedras se hundan un poco y sean menos grandes, menos gordas… pero no obstante, en el fondo sé que esto no va a pasar, en todo caso, en vez de hacerse más pequeñas, se hacen más grandes, porque aunque las piedras se suponen que no están vivas, las que encuentras en el camino sí lo están, y no sólo crecen, si no que hasta se transforman, a veces sólo con la intención de confundirnos y desviarnos. Pero hay que aprender a rectificar, a levantarse después de caerse, a pedir perdón por los errores y las faltas, y a seguir hacia delante, intentando seguir siendo fiel a uno mismo, y haciendo propósito real de enmienda, de no volver a tropezar. Aunque ya dice el refrán que el hombre (y por ende la mujer) es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
«El hombre es víctima de una soberana demencia que le hace sufrir siempre, con la esperanza de no sufrir más. Y así la vida se le escapa sin gozar de lo ya adquirido» – Leonardo Da Vinci.
La culpa es sin lugar a dudas uno de los lastres más pesados y dolorosos con los que los humanos tenemos que intentar movernos en este mundo. Es un sentimiento autodestructivo que nos limita, que mina nuestros deseos de avanzar, de mejorar, de crecer. Aún siendo muy negativo todo esto, la culpa es capaz de hacernos algo mucho peor, y es convertirnos en seres vulnerables a la manipulación de aquellas personas que utilizarán nuestro sentimiento de culpa, nuestro dolor, para hacer de nosotros peleles incapaces de aspirar a lo que debe de ser el «leitmotiv» de todo ser humano, que no es otro que buscar la felicidad, y conseguir la autorrealización.
La culpa nos hace vivir en una constante insatisfacción, tanto con lo que conseguimos, porque nos lleva a plantearnos si realmente lo merecemos, si somos dignos para disfrutarlo; como por supuesto cuando no somos capaces de llegar. En este momento la potencia destructiva de la culpa, herramienta del ego, despliega toda su capacidad dañina. Nos machaca convenciéndonos de que no hemos trabajado lo suficiente, no lo hemos hecho bien, no lo hemos deseado lo necesario, rematando con la puntilla de hacernos creer que sencillamente, no era para nosotros, porque no teníamos derecho a ello. La culpa, la culpa, la culpa… nos convence de lo poco que somos, de los fallos que tenemos, de que debemos conformarnos con no ser felices, porque lo que nos merecemos es vivir en una sempiterna infelicidad.
Parece que buscar la felicidad, intentar alcanzar la autorrealización, son objetivos mezquinos, ya que la culpa nos lleva a creer que ser infelices y personas desdichadas es más honorable. Forma parte de nuestra tradición cultural, el entender que se viene a este mundo a padecer, a sufrir y no, a ser feliz. La culpa constantemente nos recuerda que es malo buscar la propia felicidad, el placer, la satisfacción, la autorrealización… Nos convence que esto es propio de seres egoístas, y nos hace olvidar que sólo siendo felices, sintiéndonos de completamente realizados, podremos dar lo mejor de nosotros mismos a los demás, a todas aquellas personas que nos interesan de verdad.
Al final, si no somos capaces en un momento determinado de romper con ese lastre, la culpa nos llevará a pasar sin pena ni gloria por este mundo, no nos dejará brillar, y nos impedirá sacar la mejor versión de nosotros mismos. Nos llevará a machacarnos constantemente por lo que no hemos conseguido, pero olvidándose de recordarnos los obstáculos que hayamos podido superar. Estos serán relevados por la culpa al ostracismo, ya que podrían servir como punto de agarre para impulsarnos en busca de nuestra felicidad, y esto por supuesto, nuestro ego no lo quiere.
Pero es importante ser conscientes de una realidad, y sobre todo creerlo y ponerlo en práctica mediante la acción. Nos referimos a que por supuesto se puede romper con este sentimiento, porque podemos vencer a nuestro ego, y también relegar a su valido, la culpa. Es muy importante que lo creamos, y sobre todo que lo hagamos. Está en nuestras manos revelarnos y actuar en consecuencia para luchar por lo que realmente nos hace felices, sea lo que sea. Nadie puede decirnos para qué servimos o para qué no. Nadie puede marcarnos nuestros límites, porque sólo a nosotros nos compete descubrirlos, pero para eso, tendremos que hacer para comprobar realmente dónde están y si somos capaces o no de superarlos. No dejemos que nadie jamás nos diga, «tú no puedes, tú no vales, tú no sirves». Cada uno de nosotros, con sus acciones y con sus deseos tiene q ser el responsable de su éxito, de su fracaso, de su felicidad o de su desgracia. Hazlo. Empieza desde ya. No dejes que mañana cuando mires hacia atrás y busques un hacia delante, la culpa te ciegue y te convenza de que no mereces ser feliz. Todos y todas la merecemos, pese a lo que nuestra cultura y nuestra propia religión nos han hecho creer lo contrario.
Empieza desde hoy a buscar tu felicidad, sin sentirte culpable por ello, mañana puede ser tarde. Así que sólo queda una cosa que hacer.
Elegir la primera máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario – Clarice Lispector
No podemos elegir el momento en el que llegamos a esta vida, no nos corresponde. En general, a no ser que tomemos una decisión drástica, tampoco podemos elegir ni el momento de abandonar este mundo, ni la forma en la que va a suceder. Aunque sí es cierto que todo lo que pasa entre uno y otro acontecimiento, depende de nosotros. Aunque queramos descargar esa responsabilidad en la suerte, en la familia, en la sociedad o en cualquier otra cosa que veamos como factible de ser acusada de dirigir nuestra existencia, la verdad es que la responsabilidad sobre las elecciones es nuestra y sólo nuestra.
Además de la responsabilidad de nuestras decisiones, hay otro tema fundamental e íntimamente relacionado y es asumir y dar valor a las decisiones, siendo conscientes de que a veces, pequeñas elecciones determinan el devenir de toda nuestra vida, y lo peor de todo, es que ni siquiera somos conscientes de ello. Estos días echo la mirada atrás, y descubro cómo una decisión tomada en un momento determinado hace más de veinte años pudo cambiar radicalmente mi vida. Y sobre esto es sobre lo que queremos reflexionar hoy. La decisión que tomé no fue la que yo quería, no, fue la que se esperaba. Fue una decisión motivada por el miedo al qué dirán, por no salir de los cánones establecidos, buscando la aceptación del grupo y mantenerme dentro del orden establecido. No hice caso a mi corazón, no quise correr mi aventura. Simplemente me amoldé a lo «esperado» e hice lo que se suponía correcto. No lo que yo quería hacer.
Cuento esto por una simple razón. Nosotros elegimos cómo queremos vivir nuestras vidas. ¿O no? Las decisiones que tomamos, ¿son las que realmente queremos, o las tomamos porque es lo que se espera? Cuando miras hacia atrás has de ver elecciones basadas en tus auténticas preferencias, en tus creencias, en tu pasión, en las cosas que realmente te emocionan. Así los errores serán propios, y habrán sido nuestros, serán nuestra responsabilidad y para bien o para mal, aprenderemos de ellos. Pero no sólo los errores, también las victorias serán nuestras, por lo que el orgullo y la satisfacción serán mucho mayores. Es muy triste echar la vista hacia atrás y soñar e incluso fantasear, con que las cosas podrían haber sido diferentes, y pensar que la decisión que tomaste estuvo motivada por la cobardía, no por la convicción personal.
Esta reflexión debe llevarnos a sellar un auto-compromiso con nosotros mismos, que nos lleve a ser auténticos, a ser valientes, a elegir cómo queremos vivir nuestra vida en base realmente a nuestra conciencia, a nuestra concepción del mundo, a la propia escala de valores. Este camino es muy difícil, mucho. Requiere de convencimiento y de autenticidad. Pero es el que de verdad nos llega a llenar como personas, y como profesionales. Comete tus errores, disfruta de tus aciertos, porque sobre todo serán TUYOS. Elegir es un acto de libertad absoluta, es un derecho que se convierte en anhelo del ser humano. Así que disfrutemos de esa libertad.
Sí por el contrario elegimos no elegir, decidimos que las decisiones las tomaremos con la intención de «ser políticamente correctos», «socialmente aceptados» y de ser siempre catalogados como «cuerdos», muy bien. Será nuestra elección, pero seamos conscientes de cuál es el precio que hay que pagar. El peaje es muy alto. Decidamos sí estamos dispuestos a pagarlo, sabiendo que el resultado puede ser la tranquilidad, la aceptación, pero no la felicidad.
Las segundas oportunidades no existen, o casi nunca existen.
“No existe falta de tiempo, existe falta de interés. Porque cuando la gente realmente quiere, la madrugada se vuelve día, el martes se vuelve sábado, y un momento se vuelve oportunidad».
Eso ya lo haré mañana. No tengo tiempo de hacerlo ahora. No puedo quedar. Nos vemos en otro momento. Cuando empiece el próximo año. Cuando lleguen las vacaciones. Cuando… cuando… cuando… no puedo, no tengo tiempo, después lo hago. Todas estas palabras, todas estas cuestiones, seguro que no nos son para muchos extrañas. En nuestras vidas tenemos muchos pendientes que postergamos. Voy a dejar de fumar. Voy a ponerme a dieta. Voy a empezar a hacer deporte. Voy a aprender inglés. Voy a llamar a… Etc. Etc. Etc.
Hay tantas cosas que no podemos, tantas cosas para las que no encontramos nunca tiempo, tantas cosas que en definitiva no queremos hacer. O no nos atrevemos a hacer. Hay tantos «mañanas» que nunca llegan. Hace muchos años tuve ocasión de enfrentarme a la realidad de uno de los pecados capitales de los españoles, a que me lo espetaran a la cara. Vino a casa de intercambio una chica inglesa. Cuando le preguntábamos que si quería comer de esto o de aquello, ella siempre decía mañana, mañana, mañana. Justo cuando se volvía a Inglaterra, después de pasar casi un mes en casa, le pregunté ¿por qué no pruebas esto antes de irte, que te quedas ya sin tiempo para hacerlo? Y entonces me enfrentó con una realidad que hasta ese momento no había querido ver. Me explicó literalmente: «Mi profesor me dijo que cuando los españoles no quieren hacer algo siempre dicen mañana, mañana, y eso realmente significa nunca». La primera reacción fue enfadarme, y acordarme de los hijos de la Gran Bretaña, pero la siguiente fue pensar fríamente y asumir que decía la verdad.
Años después sabemos que ese tipo de comportamiento, que parece ser está en el ADN de los hispanos, tiene un nombre específico. Se llama procrastinación. «Palabro» desconocido para mucha gente, como significante, pero no por significado, ya que forma parte de nuestra propia existencia.
Procrastinar significa postergar, posponer y supone la acción o el hábito, tan nuestro, de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, y sustituirlas por hacer otras otras más irrelevantes y probablemente más agradables. La acción que se pospone, por lo que sea, se percibe como abrumadora, desafiante, inquietante, peligrosa, difícil, tediosa o aburrida. Esto significa que buscamos una autojustificación para posponer aquello que sabemos que tenemos que hacer, a un futuro sine die, idealizado, en el que lo importante se supedita a lo urgente, y en el que creemos que para ese ya lo haré, tendremos la ayuda de la diosa fortuna, o la divina inspiración. Pero la realidad es que no nos llega. A veces ni tan siquiera, simplemente lo fácil, se hace, lo difícil se pospone. Así esta palabra que nos puede resultar extraña, tiene un sinónimo que tal vez nos sea más común. Esta es vaguear. Somos de vaguear. Aunque en muchas ocasiones el problema real radica en que ni siquiera somos conscientes de que somos procrastinadores. Lo primero es asumir que tenemos un problema y que debemos cambiar nuestra actitud. Tomar conciencia de que realmente tenemos un problema que queremos resolver.
La procrastinación cuando es simplemente una actitud vital, y no es síntoma de algún tipo de problema, como puede ser una depresión, tiene sólo una «forma de cura», y esta es la acción. Hacer, hacer, hacer. No buscar excusas, no perdernos en argumentaciones. Sólo empezar a hacer. Dar el primer pasito, y después el siguiente, y a continuación otro. No podemos hacerlo todo de golpe, ni lo debemos pretender, porque como no es posible, lo único que nos ocurrirá es que nos generará ansiedad en primer término y frustración en segundo por no conseguirlo. Así pues, la forma de romper con la procrastinación es comenzar a hacer, y no parar. Priorizar por importancia real todo lo que tenemos que hacer e ir haciendo. Sin prisa, pero sin pausa. A nivel práctico, el anotar las cosas que tenemos que hacer a diario, fijándonos objetivos realistas e ir tachando lo que vamos haciendo, ayuda a luchar contra este mal endémico y además nos produce cierta satisfacción y nos va animando, el ver cómo cada día van desapareciendo cosas de nuestra lista.
Ánimo, a luchar contra la procrastinación. No hay secreto, sólo fuerza de voluntad, trabajo y constancia. Esa es la misteriosa fórmula que está dentro de las posibilidades de cualquiera. Cierto es que para ello la primera decisión clara a tomar debe ser «quiero». Y una vez que eso lo tengamos claro, buscar nuestra fuente de motivación particular, para que nos guíe en ese camino, sobre todo, de la constancia. A partir de ahí, si yo puedo, tú puedes, sólo debes de hacerlo.
Como dice nuestro azucarillo de hoy: «No existe falta de tiempo, existe falta de interés. Porque cuando la gente realmente quiere, la madrugada se vuelve día, el martes se vuelve sábado, y un momento se vuelve oportunidad».